La hallé en mi cama aguardándome
con el rostro sin mirada,
perdida en las sombras de la esquina
que se confundían con las telarañas
que rebotaban de punta a punta
en ese cuarto viejo y sin limpiar,
allí hizo su espacio
y sin preguntar se recostó
sin querer descansar
solo por el placer
de robarle espacio a mi comodidad,
sin aparente propósito
guardó mis libros favoritos
debajo de su vientre
y los mojó con el sudor
de sus lágrimas cansadas
de tanto brotar y secarse,
desesperó mis sábanas al punto
que le salieron arrugas
y sobre ellas las marcas hundidas
de sus nudillos bañados de ollín,
corroídos de tanto golpear al viento;
Allí estaba inerte
semi muerta en un valle de dolor,
el desierto le brotaba de su boca
llenando de arena mi almohada
con la imprudencia de un volcán vivo
y dispuesto a destruir todo a su paso
destruirme sin mediar palabra;
La observaba sin querer,
por curiosidad, sabiendo que no debía
pero su estocada de muerte
era la belleza suprema del dolor,
afloraban de sus labios las espinas
y su mirada evocaba la soledad
era morbosamente atractiva
como un animal muerto
en medio de la ruta del olvido;
La hallé sin vida y pálida
pero seductora como el buen vino
aguardando que la bebiera por completo
lo que ella desconocía
era que había renunciado a sus encantos
pues una vez había caído en su nido mortal,
la miré cual despojo a despreciar
y di un paso atrás, cerré la puerta y me fui,
allí quedó la depresión burlada
aguardando que alguien más se acercara
y durmiera otra noche junto a ella,
inundado de su aberrante aliento de maldad.
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